Violencia silenciada en las montañas
Por: Fátima Dolores Aceves Tepalt, estudiante de Comunicación de Universidad La Salle
A lo largo de los años, las mujeres hemos sufrido de discriminación, odio, marginación y misoginia, problemáticas por las que actualmente se está buscando un cambio. Sin embargo, me temo expresar que hay mujeres que la viven peor que otras. Sean bienvenidos a la violencia silenciada en las montañas.
Durante décadas, se han marginado a las comunidades indígenas por poseer un físico distinto al que la sociedad considera estético y mantener tradiciones distintas a las que la modernidad ha impuesto. No obstante, esto solo denota la evidente y triste realidad en la que nuestra sociedad está sumergida: la discriminación y el racismo hacia nuestra historia.
Para comprenderlo, tenemos que remontarnos a épocas coloniales en las que se pisoteó y humilló a la cultura y a la tradición indígena, sembrando una consciencia de negatividad en nuestro núcleo que, actualmente, sigue brindando frutos podridos de estos sentimientos repulsivos.
Desde esos momentos, se estableció que ser indígena es sinónimo de moreno, que no saben de español, que andan con huaraches todo el día y que sin dudarlo, hay que brindarles un pan porque están en situación de hambruna. Pero no hablemos de lugares como Teotihuacán, Chichen Itzá o Monte Albán porque no hay familia mexicana que no alabe la energía mística de estos lugares icónicos mexicanos.
Situaciones que se han pensado durante años pero eso no nos libra del racismo y egoísmo que poseen las personas fuera de estas comunidades. Sin embargo, siempre que se habla de la marginación en la que están estos grupos, nos olvidamos que la misoginia, así como el odio están en todas partes y dentro de lo malo, hay situaciones aún peores.
A las mujeres en las comunidades indígenas, desde muy temprana edad, se les da una formación de servicio y sumisión ante los demás. Evidentemente sus sueños, deseos y aspiraciones son pisoteados por una realidad cruda y fría: no pueden poseer libertades -a ninguna edad- por las obligaciones que demandan atención y el sacrificio propio.
El pecado de estas personas es nacer mujer. Las niñas y mujeres se levantan día con día desde altas horas de la madrugada para servir -sin chistar- a hermanos, hijos, padres y esposos, sacrificando horas de sueño, comida y salud.
Ese es el destino que se ha establecido para cada mujer en comunidades indígenas, en el que su mayor aspiración debe ser tener hijos como máquina y callar aunque la injusticia sea máxima.
Pero hay situaciones aun peores: el matrimonio infantil. Este delito, calificado erróneamente como tradición y cultura, es una atrocidad que se ha cometido durante muchas décadas.
Esto no es tradición, esto es abuso y costumbre, pero es evidente que el nulo sentido común del mexicano promedio se debe presentar en situaciones de esta gravedad para romantizar las situaciones. No, las cosas como son. Esto es atroz e inhumano. Porque si bien el matrimonio infantil es inconcebible, lo que hay detrás y después de este es -aun más- espantoso.
Las familias venden a sus hijas a temprana edad -13, si le va bien 15 años- por unos cuantos cientos de pesos, cabezas de ganado, propiedades o una despensa. ¿En qué momento se ha permitido el otorgarle un precio a una persona? Porque aunque es su hija, nieta o familiar, sigue teniendo tantos derechos como cualquiera de los delincuentes que cometen estos actos.
Por crímenes como estos es por los que las mujeres estamos cansadas, fúricas y con un sentimiento de sofocamiento inexplicable. Pero a esto hemos llegado, a que el robo de animales de ganado tenga más sanciones que este acto que por naturaleza es despiadado y cruel. Todo esto por nacer mujer.
No, mujer. No estás loca, no eres intensa, no te falta un tornillo si estás exigiendo respeto y derechos tan privilegiados como los de un varón. Las cuestiones se tienen que gritar, que exigir, que cuestionar para poder lograr un cambio legal y social.
No, México. Reaprende a observar a los indígenas, no son culturas poco civilizadas, son historia, tradición y conocimiento vivo, exasperado por ser escuchado.
No, mexicano. Ayuda, escucha y alenta a la diversidad que nos conforma, que nos identifica. Basta de la cosificación femenina, escuchemos y ayudemos a los sueños, las aspiraciones, la curiosidad, el cambio, la libertad. Eso es lo que nos desarrolla como sociedad, no denigrar a las personas por un origen, historia o género.
Mujer, sé rebelde, terca y cuestiona, son las acciones que te llevan al éxito, a la libertad de los estigmas y estereotipos impuestos por la violencia silenciada en las montañas.
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Por: Fátima Dolores Aceves Tepalt, estudiante de Comunicación de Universidad La Salle