Estigma social e indiferencia: enemigos de la salud mental
En una sociedad que premia la perfección y censura la vulnerabilidad, hablar de salud mental sigue siendo un acto de valentía y empatía
Foto: Pexels
Cifras recientes de la Organización Mundial de la Salud señalan que más de mil millones de personas en el mundo padecen de algún trastorno mental.
Si bien la edad de inicio de las afecciones de esta índole es variable, la misma organización indica que un tercio de los trastornos mentales se desarrollan en la infancia y más de la mitad comienzan a los 18 años. En la actualidad, uno de cada siete niños y jóvenes entre 10 y 19 años manifiesta algún trastorno mental.
Aunque la ansiedad y la depresión suelen ser los padecimientos más frecuentes en México y en el mundo, y pueden estar presentes en todos los grupos poblaciones indistintamente de la edad, el sexo y el nivel socioeconómico, todos los trastornos mentales tienen un impacto significativo en la vida de las personas que los padecen, sus familias y su entorno.

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Si la mirada se posa sobre la economía y la productividad, constituyen una fuente de discapacidad en la que la pérdida de días productivos (escolares o laborales) es altamente significativa, sin mencionar los gastos que están implicados y que no solo corresponden a los recursos personales que se destinan para las consultas de diagnóstico, intervención y seguimiento, sino también al presupuesto que cada gobierno designa para salud.
Como referente, el Foro Económico Mundial en 2010 determinó que las condiciones de salud mental costaron 2.5 billones de dólares. Se estima que en 2030, el gasto será de seis billones de dólares.
Por razones diversas, incluyendo la falta de dinero y la escasez de especialistas -principalmente en algunas zonas de nuestro país-, las personas que padecen un trastorno mental pueden tardar décadas en ser diagnosticadas y atendidas de manera oportuna.
El impacto en el bienestar, la integridad y la vida es severo, pues debido a las conductas de riesgo propias de cada padecimiento, el suicidio y la falta de tratamiento efectivo, muy lamentablemente, las personas con trastornos mentales graves mueren entre 10 y 20 años antes que la población general.
Los desafíos que enfrentamos, por ende, son diversos y requieren atención urgente. Sin embargo, uno de los más relevantes, y que está en nuestras manos, es combatir el estigma social y la indiferencia.

En una sociedad orientada al individualismo y en la que se exige la perfección, es fácil favorecer la censura sobre el estado emocional real que tienen las personas.
Escuchar que otros no están bien puede ser difícil, no solamente porque rompe con el ideal de éxito personal que se tiene, sino porque existe un reflejo sobre la propia situación emocional.
No en vano cuando vemos que alguien está triste o llora, decimos automáticamente “no llores” o no estés triste”; es una forma de silenciar la propia angustia. Si se trata de niños o jóvenes, el desafío para los padres es especialmente alto, pues la afectación emocional de los hijos suele confrontarlos; estos, por miedo o culpa, pueden no reaccionar satisfactoriamente.
El desprecio hacia la enfermedad mental se manifiesta de diferentes maneras, el lenguaje es una de ellas. Aún se escuchan con frecuencia expresiones despectivas hacia las personas que padecen algún trastorno mental y, en muchas ocasiones, conductas concretas que dañan a largo plazo.
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Sentir rechazo o señalamiento, percibir que no se tiene pertenencia a un grupo social e identificarse como alguien solitario que no cuenta con nadie, genera desánimo, quiebra la confianza e incentiva la desesperanza. Por el contrario, hablar y ser escuchado refuerza el sentido sobre sí mismo y salva vidas.
De ahí que sea tan importante que, como sociedad, con nuestras palabras y nuestros actos, demostremos respeto y empatía hacia el sufrimiento de los demás, que evitemos etiquetas y pongamos a la persona primero (una persona no se reduce a un diagnóstico), que fomentemos la comunicación y la confianza, y que canalicemos a quien lo requiera a atención profesional oportuna.
Es imperante, en suma, que dejemos la indiferencia y la omisión a un lado para dar paso a la acción y a la compasión.
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