Cajas con fruta. Foto: Pexels
Las fundaciones u organizaciones de la sociedad civil (OSC’s) en México desempeñan un papel importante en la atención de problemáticas sociales, educativas, ambientales y de salud; sin embargo, operan en un entorno caracterizado por restricciones normativas, escaso financiamiento y baja articulación interinstitucional.
De acuerdo con el Centro Mexicano para la Filantropía A.C. (Cemefi), existen más de 46 mil organizaciones registradas, de las cuales menos del 30% están activas y cumplen con sus obligaciones fiscales, lo que refleja un panorama de fragilidad operativa y legal.
A pesar del crecimiento del sector en las últimas décadas, muchas de estas organizaciones siguen funcionando con estructuras informales, alta dependencia de voluntariado y sin una planificación estratégica de largo plazo.
De hecho, el “Informe sobre el Sector No Lucrativo en México”, del ITAM (2022), señala que seis de cada 10 organizaciones no cuentan con una estrategia financiera sostenible y que el 75% de ellas tiene menos de cinco empleados remunerados.
Esta situación se agrava por la exigencia en los requisitos para acceder a fondos públicos y la disminución de los apoyos fiscales a donatarias autorizadas.
Además, enfrentan retos importantes en términos de rendición de cuentas y evaluación de impacto. Solo una parte publica informes de resultados o cuenta con sistemas de monitoreo efectivos, lo que afecta su credibilidad ante donantes y limita su capacidad de generar impacto sostenido.
En un entorno donde el 60% de los ingresos proviene de donaciones individuales o eventos, la falta de evidencia sólida sobre su eficacia las coloca en desventaja frente a otras entidades competidoras, como empresas sociales o proyectos gubernamentales con mayor infraestructura.
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En este contexto, la profesionalización resulta indispensable, sobre todo en lo relacionado con recursos humanos y capacidades organizacionales.
Las fundaciones necesitan personal capacitado en áreas como dirección institucional, procuración de fondos, comunicación estratégica y gestión de proyectos con enfoque de resultados.
Un estudio del BID (2021) sobre capacidades del tercer sector en América Latina subraya que la profesionalización es un factor clave para acceder a cooperación internacional y para sostener intervenciones en el tiempo.
También es necesario fortalecer las estructuras internas, incorporando procesos administrativos formales, sistemas tecnológicos y órganos de gobernanza que garanticen el cumplimiento normativo y una toma de decisiones colegiada.
Profesionalizar no implica desplazar el compromiso social, sino integrarlo con herramientas técnicas que permitan ampliar el alcance, mejorar la eficiencia y generar mayor confianza entre donantes, beneficiarios y aliados estratégicos.
Los jóvenes universitarios tienen un papel importante en este proceso al aportar conocimientos actualizados, energía transformadora y una visión crítica que impulsa la innovación.
Según datos de la Encuesta Nacional de Juventud, más del 60% de los jóvenes considera importante involucrarse en causas sociales, y muchos buscan hacerlo desde esquemas que combinen formación académica con acción comunitaria.
A través de prácticas profesionales, proyectos de aprendizaje-servicio, voluntariado especializado o acciones de compromiso social, los estudiantes pueden contribuir en áreas como análisis de datos, comunicación digital, diseño de programas, evaluación de impacto o fortalecimiento institucional.
Este intercambio representa también una oportunidad formativa para los jóvenes, al permitirles vivir experiencias de trabajo colaborativo con una perspectiva profesional y estructurada.
Por su parte, las universidades pueden consolidarse como aliadas estratégicas si generan espacios de colaboración sostenida, como clínicas de consultoría, laboratorios sociales o convenios para la formación continua del personal de las fundaciones.
Además, pueden promover líneas de investigación orientadas a resolver problemas sociales y ambientales reales, desarrollar instrumentos de gestión adaptados a contextos locales o facilitar el networking con otras instituciones.
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Esta alianza estratégica entre universidades y sociedad civil favorece e impulsa la transferencia de conocimiento y refuerza el compromiso ético y técnico de ambas partes en la construcción de una sociedad más justa y participativa.
En suma, la colaboración con universidades, organismos internacionales y empresas, en un esquema de alianzas estratégicas para el desarrollo, puede ser una vía para avanzar hacia una cultura organizacional más técnica, ética y orientada a resultados.
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