La política frente a su espejo digital. Imagen: Unsplash
En los parlamentos contemporáneos, la política se hace cada vez más entre pantallas. Las iniciativas se redactan con asistentes automáticos, los dictámenes circulan a velocidad de correo y los discursos se ajustan con modelos de lenguaje. Entre agendas saturadas, plantillas técnicas exigidas al límite y la presión por producir leyes en ciclos acelerados, legisladores y equipos de apoyo técnico recurren a estas herramientas para sostener el ritmo. La escena presume modernidad, pero deja una pregunta de fondo: ¿quién responde por lo que decide un algoritmo?
Desde el lanzamiento de los grandes modelos de lenguaje, la inteligencia artificial entró en la práctica legislativa y hoy opera en tareas cotidianas. Negarlo sería tanto imprudente como ingenuo. En ese escenario, la frontera entre asistencia y sustitución se adelgaza y el proceso se vuelve opaco: deja de saberse quién redactó qué y bajo qué criterios. El riesgo principal es institucional: una decisión sin rastro humano no puede ser exigida ni corregida.
Una de las promesas de la automatización legislativa es la eficiencia con mayor precisión. Sin embargo, trae consigo una consecuencia poco observada: la delegación de funciones sustantivas (la autoría del texto, la justificación del contenido y la deliberación misma). Se traslada la elaboración normativa a sistemas estadísticos y plantillas técnicas, la ratio decidendi a informes generados automáticamente y el intercambio de argumentos a flujos de validación previa entre prompts, fuera del espacio público. Ese desplazamiento mueve el centro de la responsabilidad desde representantes identificables hacia procesos técnicos difíciles de auditar.
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Cuando el texto final de una ley emerge de un sistema estadístico, la cadena de imputabilidad se desdibuja. La autoridad se desplaza de la palabra deliberada al cálculo que nadie puede reconstruir. Bernard Manin advertía que la deliberación ha sido el elemento constante en todas las fases del gobierno representativo, desde los parlamentos ilustrados hasta la democracia de audiencias. Es el proceso que otorga legitimidad al acto de representar y el espacio donde el ciudadano reconoce la discusión como bien público. El riesgo de nuestra época es que esa deliberación siga existiendo, pero entre algoritmos: prompts que discuten con prompts, sin registro humano ni responsabilidad política.
La escala de las consecuencias es mayor de lo que parece. Cada decisión tomada en un congreso afecta a millones de personas. Si un modelo genera el texto, otro lo revisa y otro lo resume, ¿a quién se le exige responsabilidad? En México, la pandemia aceleró esta tendencia: buena parte del trabajo parlamentario se trasladó a sesiones virtuales y procedimientos digitales.
En ese entorno, los filtros automáticos, las votaciones remotas y los textos precocinados empezaron a sustituir la interacción política real. Un parlamento que delibera por Zoom corre el riesgo de mantener su forma, pero perder su sustancia: el debate entre personas que confrontan razones, no instrucciones estadísticas.
De aquí deriva el problema central: la trazabilidad. Sin registro íntegro de indicaciones, versiones y fuentes, resulta imposible reconstruir el camino que condujo a una norma. Un modelo puede procesar miles de parámetros y, al mismo tiempo, borrar el rastro de la voluntad política que lo activó. Para recuperar sentido público hacen falta controles ex ante sobre fuentes y metodología, y controles ex post sobre impactos, revisiones y contradicción pública.
Frente a este panorama, algunos esfuerzos académicos intentan volver legible la acción legislativa mediante ciencia de datos. El Buró Parlamentario, proyecto de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey, trabaja con información pública para reconstruir patrones de iniciativa, votación y coautoría. Su objetivo no es automatizar la representación, sino estudiar cómo se ejerce la autoridad. La trazabilidad que propone no sustituye el juicio humano; lo vuelve verificable.
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La política del siglo XXI no se juega en la disputa entre lo humano y lo artificial, sino en la visibilidad de la decisión. Ningún modelo aporta lo que define a la deliberación: escuchar, sopesar, negociar, responder. La automatización puede acelerar tareas, pero no dotarlas de sentido moral. Sin deliberación real, la gobernanza se convierte en trámite estadístico.
En tiempos de precisión técnica y prisa institucional, la transparencia vuelve a ser un acto político. Proyectos de observación legislativa basados en datos recuerdan que la democracia no se defiende con discursos solemnes, sino con información verificable y responsabilidad humana. La pregunta que queda abierta es sencilla y urgente: ¿seremos capaces de usar la tecnología para fortalecer la rendición de cuentas antes de que los algoritmos comiencen a decidir por nosotros?
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