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El suicidio es un grave problema de salud pública que afecta la vida de miles de personas. Si bien las cifras de la Organización Mundial de la Salud indican que cada año mueren por esta causa cerca de 800 mil personas en el mundo, es importante considerar también la conmoción que sufren familiares, amigos y comunidades enteras; la huella que deja la tragedia de la pérdida de la vida humana es imborrable.
Es por esta razón que el suicidio no es y no debiera entenderse como un tema de índole exclusivamente individual, sino como un asunto de responsabilidad social, en donde todos podemos hacer algo para su prevención.
Los factores de riesgo para el suicidio son diversos e incluyen el padecimiento de trastornos mentales -como la depresión, por ejemplo- y crisis de vida, que se suman a situaciones de estrés, trauma y pérdidas. El sufrimiento, inimaginable, de las personas que se encuentran en estas condiciones agudiza la desesperanza y la dificultad para encontrar sentido a su vida.
Es común que exista aislamiento y autocensura para la expresión de pensamientos y emociones, lo que obstaculiza la posibilidad de encontrar la atención especializada que, indispensablemente, se requiere en esos momentos.
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Cabe destacar que, quienes se encuentran en dichos estados de indefensión psicológica, se niegan a expresar cómo se sienten por miedo a ser juzgados o rechazados. Un miedo que es más real que imaginario pues, en nuestro país -así como en varios en el mundo-, el estigma que existe sobre las enfermedades mentales y sobre el suicidio es significativo y permea distintos sectores de la sociedad.
No es raro, por tanto, que todos, pero especialmente los varones, guarden sus emociones para sí porque culturalmente han aprendido a lo largo de los años que los hombres no tienen derecho a expresar su tristeza o decepción.
De la misma manera en que el estigma censura, la exposición a los mitos sobre el suicidio lo hace también. En forma de ‘goteo’ (lentamente, poco a poco) y a través de lo que se escucha en las conversaciones ordinarias, por parte de familiares o conocidos, las personas entienden -lamentablemente- que cuando se expresan pensamientos de muerte, no se está haciendo un llamado a la ayuda, sino que, por el contrario, la gente piensa que dicha manifestación es una treta para llamar la atención, chantajear o manipular a alguien; una percepción alejada de la realidad.
Observar y escuchar atentamente a lo que el otro tiene que decir es útil para identificar las señales de alerta. Entre éstas destacan: descuido persistente en aliño e higiene, retraimiento social, cambios abruptos en el estado de ánimo, aumento en el consumo de alcohol y/o sustancias, y expresión de frases alusivas a la desesperanza y muerte como “sería mejor si yo no estuviera”, “sería mejor si estuviera muerto”, “soy una carga”, “ya todo está perdido”, “esto no tiene solución”, “la vida no vale la pena”.
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En los jóvenes, una población particularmente vulnerable, puede existir incapacidad para disfrutar lo que antes se gozaba, irritabilidad, abatimiento, involucramiento en conductas de riesgo, inestabilidad académica y refugio casi absoluto en las redes sociales y la tecnología, al grado en que la relación socioafectiva que se establece no es con otras personas sino con la inteligencia artificial.
El acercamiento auténtico, empático y sin juicios, el fortalecimiento de una red de apoyo social y la intervención psicológica efectiva y a tiempo puede ser el comienzo del camino hacia el bienestar emocional.
Este mes de septiembre, dedicado a la prevención del suicidio, es una invitación a reflexionar, pero también un llamado a actuar. Como sociedad estamos interpelados a contribuir a la salvaguarda de la vida y la integridad. Somos corresponsables de la construcción de una cultura de fe, esperanza y vida.
Si tú o alguien que conoces necesita apoyo emocional o presenta alguna emergencia relacionada con salud mental comunícate a la línea de la Vida al 800 911 2000 o al Locatel marcando *0311 o llamando al 55 5658 1111.
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