IA con criterio: un pacto para aprender mejor. Imagen: Unsplash
Cuando casi todo parece caber en un prompt, la tentación es confundir velocidad con comprensión. La educación, sin embargo, no es una carrera de atajos sino un espacio para cultivar la reflexión, el pensamiento complejo y formar el juicio a conciencia. La inteligencia artificial puede ser una gran aliada si elegimos una premisa básica: que el uso de la herramienta potencie a la persona. Si la empequeñece —si nos quita la pregunta, la responsabilidad o la capacidad de deliberar—, entonces no estamos aprendiendo, estamos delegando y, en el acto, nos estamos perdiendo de uno de los atributos más importantes y más gozosos de nuestra propia humanidad.
Propongo pensar la IA no como “solución” sino como escenario de decisión. Antes de encenderla, conviene determinar tres cuestiones. Primero, intención: ¿qué queremos lograr académicamente con su uso —explorar alternativas, organizar información, ensayar marcos teóricos— y qué no estamos dispuestos a ceder? Segundo, origen y destino de los datos: ¿de dónde proviene lo que aparece en pantalla y a quién afecta si lo difundimos? Tercero, responsabilidad: ¿quién firma, corrige y asume consecuencias?
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La IA sintetiza con soltura; por eso exige disposición crítica y humildad epistémica. No todo lo plausible es cierto, y creíble no es lo mismo que verdadero. El aprendizaje universitario gana cuando admite límites, corrige con oportunidad y distingue entre saber y suponer. Señalar una errata, actualizar una cita, detectar un sesgo o una falacia en las construcciones de la IA no es retrabajo, es pensamiento crítico en acción.
Además, hoy más que nunca, necesitamos desarrollar la metacognición: saber qué sabemos, cómo lo sabemos, por qué lo sabemos y qué nos falta saber. Un estudiante que anota sus dudas, sus supuestos y sus márgenes de incertidumbre no sólo entrega un producto, muestra una mente en movimiento. La IA puede sugerir caminos, pero a nosotros nos corresponde andarlos, aprender de ellos y dirigirlos al destino deseado.
El aprendizaje exige tiempos deliberados. No hablo de nostalgia anti-tecnológica, hablo de el tiempo que toma desarrollar competencias y asimilar el conocimiento. La lectura lenta, la pausa para contrastar, el espacio para reformular una hipótesis, para dialogar con uno mismo, valen más que la satisfacción inmediata de “tener ya la respuesta”. Sin esos tiempos, cualquier salida convincente se cuela en la mente de los estudiantes como verdad. Con ellos, la IA se vuelve un recurso de exploración, no un sustituto del criterio.
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Nada de esto requiere promesas grandilocuentes. Pide método, honestidad y propósito. Método para documentar lo que hacemos; honestidad para reconocer lo que no sabemos; propósito para alinear el uso de la tecnología con el tipo de profesionales y de ciudadanía que necesitamos formar. Si la IA entra a nuestras prácticas con ese pacto, potencia la inteligencia humana en lugar de adormecerla.
El reto no es “estar al día” con cada novedad, sino sostener una voluntad de pensamiento y comprensión humana. La máquina puede comprimir el tiempo; el sentido lo ponemos nosotros. Y ahí se juega la relevancia de la universidad: en recordar que estudiar no es acumular respuestas, sino aprender a decidir mejor qué vale la pena creer, decir, decidir y hacer.
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