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Educación e Inteligencia Artificial. Una lectura tecno-optimista

ChatGPT

Imagen: Pixaby

En las últimas semanas la Inteligencia Artificial (IA) se ha vuelto un tema de discusión bastante común tanto en redes sociales como en el grueso de la prensa, sea ésta digital o impresa. En Facebook, por ejemplo, me he topado con colegas que comparten con cierta sorpresa las respuestas que les da el ya famoso Chat GPT. No importa si dichos colegas son de matemáticas o de filosofía –o, para el caso, de cualquier disciplina–, un tema recurrente es ese estado de estupefacción al encontrarse con textos breves pero bien argumentados y, en general, teóricamente sólidos. No ha faltado quien afirme que, en muchas ocasiones, tales respuestas tienen un mejor manejo conceptual que los que nos entregan nuestros propios estudiantes.

Incluso yo misma me entregué a este morbo al preguntarle hace unas cuantas semanas a dicha IA una serie de cuestiones generales sobre la Teoría de la Justicia. Hice esto porque una cosa es saber seguir algoritmos que nos guían en cuestiones formales, o saber una enorme cantidad de datos anecdóticos, pero una cosa muy diferente es la construcción de una argumentación de carácter filosófico. He de confesar que me sorprendió (muy gratamente) que el Chat GPT tenía argumentos muy sólidos en contra del odio transfóbico. Es más, casi podría decir que lamento que este tema lo tenga más claro una IA que el grueso de las personas de este país.

En cualquier caso, este hype colectivo con respecto a las Inteligencias Artificiales ha llegado a los periódicos mismos. En ese sentido, hemos leído reportajes que se escandalizan por la posibilidad de lo que estas IA’s pueden llegar a afirmar cuando están desactivados una serie de protocolos éticos que aseguran que, por ejemplo, no se emitan comentarios que inciten a la violencia o que pudieran generar una distorsión moralmente cuestionable de aquello que se reporta. Hay quienes han temido el potencial de manipulación o de chantaje que podría provenir de una tecnología como ésta; es decir, atisban pesadillas que combinan la Skynet de “Terminator” con la IA de aquella memorable película de “Her” en la cual la voz de Scarlett Johansson “encarna” a un software hiperinteligente.

Dejo para otra ocasión una reflexión mucho más general de las cuestiones éticas que deberemos plantearnos si, como todo indica, estas tecnologías se popularizan enormemente y si, además, se hacen todavía mucho más sofisticadas. Quiero concentrarme en este texto únicamente en la cuestión educativa porque es, quizás, la que más rápido se verá afectada por la disponibilidad de esta herramienta.

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Muchos colegas temen, por ejemplo, que los estudiantes simplemente dejen de hacer sus tareas y que opten por preguntarle a IA’s como el Chat GPT los contenidos que se les ha encomendado desarrollar en, digamos, un ensayo. La preocupación crece porque este hype se cruza con otro más: el tema del plagio. ¿Cómo sabremos que un estudiante es de hecho el autor de su tesis si ahora puede simplemente construirla al “copy-pastear” una enorme cantidad de respuestas obtenidas de una IA que parece ser experta en todo?

Esta preocupación parece irse generalizando con el paso de las semanas y ha llevado a varios colegas a proponer el uso de apps capaces de detectar no tanto un plagio sino la construcción de un texto empleando inteligencias artificiales. El futuro que nos pinta esta angustia es uno en el cual tendremos que validar dos veces un texto –para descartar plagio y para eliminar la posibilidad de que lo haya escrito una IA– ante de tomárnoslo en serio y comenzar a discutir con sus contenidos.

Creo, sin embargo, que esa es una ruta equivocada. En primer lugar, porque eventualmente serán indistinguibles los textos elaborados por seres humanos de aquellos otros creados por IA’s. En segundo lugar, creo que es un error enorme el intentar evitar el uso de esta tecnología. Hago aquí una analogía que me parece relevante: yo recuerdo aquellos tiempos en que debías aprender a hacer toda clase de cálculos sin emplear una calculadora, recuerdo también aquellos ejercicios en los que debíamos saber graficar sin emplear una graficadora y, finalmente, no puedo olvidar el tedio que implicaba aprender a hacer estadísticas de manera manual y sin emplear un programa como Excel.

Sobra decir que ahora casi nunca hago operaciones matemáticas sin calculadoras y no recuerdo la última vez que tuve que hacer manualmente una gráfica o un cálculo estadístico. Peor aún, ya no recuerdo cómo se elaboran y solamente empleando diversos softwares soy capaz de hacer tales tareas. Por si esto no fuera poco, mucho me costó entender cómo operar tales softwares porque muchos de mis maestros y maestras no los sabían usar y tampoco sabían enseñarnos a usarlos.

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A lo que voy es a lo siguiente. El surgimiento de una tecnología cambia sustancialmente una práctica profesional cuando dicha tecnología permite realizar una serie de tareas de forma más rápida y eficiente. Esto no solamente no es una tragedia sino que es la condición de posibilidad para el desarrollo de tareas más complejas y demandantes. Estos avances se vuelven andamiajes para el pensamiento y hacen posible que nuestras capacidades se vean potenciadas.

Responder desde el escepticismo suponiendo que tales herramientas acabarán con el talento o suplantarán al ser humano es entendible pero creo que, al menos en el ámbito educativo, es injustificado. Ni la escritura acabó con la memoria, como temía Sócrates, ni las Inteligencias Artificiales acabarán con nuestra capacidad para crear y emprender nuevas tareas.

Eso sí, la disponibilidad de estas herramientas implica la necesidad de reinventar –una vez más– la educación. Es un desafío pedagógico el saber cómo enseñar en este nuevo contexto. Tendremos que reinventarnos como pasó hace ya más de una década cuando los teléfonos inteligentes obligaron a mucho del profesorado a hilar argumentos más finos y a repasar sus clases so pena de ser expuestos por algún estudiante que, gracias a Wikipedia, era capaz de mostrar que la profesora o profesor se había equivocado en algún punto. Fue un golpe al ego de muchos colegas y uno que quizás no quieren revivir.

Empero, si bien es importante saber hacer ciertas tareas sin apoyo tecnológico, es quizás más importante el saber hacer esas mismas tareas con apoyo tecnológico. Creo que pocos de quienes nos dedicamos a la educación tenemos claro cómo reinventar los ensayos o las tareas con preguntas abiertas. Sin embargo, apostar por tecnologías que nos permitan eliminar el uso de tales herramientas es absurdo. Es como pedirle a un estudiante que no empleé una enciclopedia o que no consulte internet. Eso no los hará mejores alumnos sino que los volverá poco versados en desarrollos tecnológicos (y los libros son tal cosa, aunque se nos olvide) que a la postre serán fundamentales para casi cualquier cosa que hagan.

Así, no nos aterremos de las IA’s sino, más bien, celebremos su llegada como una invitación a repensar la docencia en un contexto donde cada estudiante cuenta con prótesis tecnológicas que le permiten llevar a cabo tareas hasta hace poco impensables. Nuestra labor es educar a ese entramado cibernético de humano y máquina. No hacerlo no nos hará ni mejores docentes ni hará a los estudiantes más capaces.

 

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