¿Qué pasa cuando los robots entran a una sala? Así se estudia en Polonia
En un laboratorio, robots sociales estudian cómo reaccionamos, confiamos y nos incomodamos cuando una máquina entra en la vida cotidiana
¿Qué pasa cuando robots entran a una sala? Así se estudia en Polonia. Imagen: Juan Pablo Aguilar
En el número 3 de la calle Ingardena, en Cracovia, se ubica un edificio largo y gris. Dentro funciona un laboratorio donde los robots no se exhiben ni se protegen demasiado. Se usan. A veces se rompen. Y sirven para observar algo menos evidente: cómo reaccionan las personas cuando una máquina entra en una situación social común.
El laboratorio se llama Social Robotics Lab y pertenece a la Universidad Jagellónica. No parece un espacio especialmente futurista. Hay mesas de trabajo, laptops abiertas, cables sueltos y robots apoyados donde hay lugar. Algunos funcionan, otros esperan. Algunos tienen cara de muñecas y producen una familiaridad incómoda. Entre pruebas, ajustes y conversaciones, una pregunta aparece con frecuencia: qué hacemos —y qué asumimos— cuando interactuamos con algo que no es humano, pero tampoco del todo ajeno.
El laboratorio está dirigido por Bipin Indurkhya, investigador con una trayectoria poco habitual. Ha trabajado y enseñado en India, Países Bajos, Estados Unidos, Japón y ahora Polonia. Cuando le pregunto cómo esas culturas académicas tan distintas influyeron en su forma de pensar la ciencia cognitiva, responde rápido, casi sin pensarlo:
“No fue algo planeado. Fue una coincidencia. Pero en todos esos lugares llegué justo cuando la ciencia cognitiva comenzaba”.

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Indurkhya suele describirse como alguien que pasó cerca del inicio de varias olas. Estados Unidos en los años ochenta, Japón en los noventa, India a comienzos de los dos mil, Polonia cuando el programa de ciencias cognitivas todavía estaba formando. No lo cuenta con épica. Más bien como un dato. Cada lugar, explica, incorporó la ciencia cognitiva a su manera, según tradiciones académicas ya existentes. A veces eso encajó bien; otras veces quedó a medio camino.
Su formación original es en ingeniería electrónica, pero su carrera fue desplazándose con el tiempo: lingüística computacional, filosofía del lenguaje, metáforas, creatividad y, más recientemente, robótica social. No presenta ese recorrido como una progresión lógica. “Muchas de las cosas que hago surgieron por razones muy concretas”, dice. Necesidades de estudiantes, decisiones institucionales, incluso circunstancias externas. Algunas líneas de trabajo aparecieron casi por accidente y luego encontraron su justificación en la práctica..
El propio laboratorio nació de una situación similar. Durante la pandemia, el departamento tenía recursos que no podía destinar en viajes académicos. El director preguntó si podían invertir en equipamiento. La propuesta de Bipin y su equipo fue simple: comprar robots y ver qué pasaba. Desde entonces, los usan para distintos experimentos, sin demasiados miramientos.
Usar, en este contexto, no significa exhibir. En el Social Robotics Lab los robots no se guardan en vitrinas. “Somos un poco tomadores de riesgos”, admite Bipin. “A veces se rompen”. No lo dice como una provocación, sino como un hecho práctico. Mantenerlos intactos nunca fue una prioridad.
Robots que aprenden sin instrucciones
Una parte importante del trabajo del laboratorio ocurre en talleres donde los investigadores trabajan directamente con usuarios: niños pequeños, personas mayores, pacientes hospitalarios. Eso complica los experimentos. A veces también los vuelve menos previsibles, aunque no siempre de forma útil.
En talleres con niños de cuatro o cinco años, por ejemplo, los robots responden a dibujos hechos en papel. El comportamiento del robot cambia según el color. No hay instrucciones detalladas ni un resultado esperado. A veces el robot hace algo que nadie anticipó, y nadie sabe muy bien qué hacer durante unos segundos. Los niños ajustan sus dibujos, prueban otra vez, cambian el grosor de la línea, se frustran un poco, vuelven a intentarlo.
“No les enseñamos pasos”, explica Indurkhya. “Los dejamos experimentar”. El objetivo del laboratorio, interpretó a Bipin, no es que memoricen comandos ni que “aprendan robótica” en un sentido formal. Se trata más bien de observar cómo exploran, qué asumen que el robot puede entender y qué hacen cuando esa suposición falla. A veces la falla se resuelve rápido; otras, queda flotando más tiempo del esperado.
Idioma, humor y situaciones incómodas
Otros proyectos del laboratorio se mueven en terrenos menos cómodos. Confianza, lenguaje, humor, exclusión social. Temas que ya son difíciles entre humanos y que se vuelven más extraños cuando aparece un robot.
En uno de los estudios con unos colegas en Praga, compararon robots que hablaban inglés con robots que usaban el idioma local. El resultado sorprendió incluso al equipo: muchas personas confiaban más en el robot que hablaba inglés. No porque diera mejores respuestas, sino por lo que el idioma parecía arrastrar consigo. El inglés funcionaba como un atajo simbólico hacia la autoridad tecnológica. El robot se beneficiaba de eso, sin hacer nada especial.

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En otro experimento analizaron dinámicas de exclusión social. Qué ocurre cuando un robot deja a alguien fuera de una interacción, o cuando es el propio robot el que queda excluido. Las reacciones emocionales fueron claras, aunque no siempre fáciles de leer. Algunas personas se incomodaban más de lo que esperaban.
El humor aparece es otro punto sensible en las interacciones sociales, y también se ha estudiado en el laboratorio de Bipin. Una estudiante del laboratorio investigó qué ocurre cuando un robot intenta hacer bromas. ¿Confiarían más en él las personas con quienes interactúa? A veces funciona. A veces no, y el silencio que sigue es largo, demasiado largo. “El humor es una prueba muy fina”, dice Bipin. “Requiere entender contexto, expectativas, límites”. Cuando el robot falla, el fallo no pasa desapercibido. Deja algo en evidencia, aunque no siempre esté claro qué, ni para quién.“Son estudios pequeños”, aclara, y sugiere no pretender obtener conclusiones grandilocuentes. Lo comprendo, así funcionan las investigaciones científicas.
Un equipo poco homogéneo
El equipo está formado por perfiles distintos: ingenieros, estudiantes de ciencias cognitivas, programadores, psicólogos. A veces hablan lenguajes distintos, incluso cuando discuten lo mismo.
Cuando los robots interactúan con personas, explica Indurkhya, surgen problemas que no encajan del todo en lo técnico. Por eso sugiere lo indispensable de que los laboratorios de robótica incorporen las ciencias cognitivas. “Me gustaría ver más sobre ello, pero ahora los laboratorios están más involucrados con la ingeniería”, dice Bipin.
El Social Robotics Lab no parece interesado en cerrar preguntas. Más bien en observar qué ocurre, tomar nota y seguir probando. Algunos robots terminan guardados en un estante durante meses. Otros vuelven a usarse sin demasiada ceremonia. Nada garantiza que un experimento lleve a otro, ni que las cosas encajen mejor la próxima vez, ni que los robots no se dañen. Es un laboratorio, lo único que se garantiza es la creatividad.
A veces, simplemente, no pasa mucho. Y eso, en la ciencia, siempre cuenta.
Autor: Juan Pablo Aguilar
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En un laboratorio, robots sociales estudian cómo reaccionamos, confiamos y nos incomodamos cuando una máquina entra en la vida cotidiana
